Saturday, July 19, 2008

We drove south from our shit and lived the lives of those who stayed


Ese botón que dice "snooze" en mi despertador no me deja nunca nada bueno. No debería de existir. Nada tiene que ver el hecho de que no entienda que significa tal palabra. He desarrollado, a lo largo de mi vida, la habilidad de convivir con cosas y hechos que me son tan extraños que parecen pertenecer a una realidad distinta a esta. A una realidad en la que mi valor, por el solo hecho de presentarme ante dichos hechos y objetos, se va disminuyendo poco a poco, hasta volverse negativo. Tanto es así que me he hecho totalmente capaz de tolerar la entrada de estos elementos a mi vida de una forma bastante frecuente, y volverlos parte de mi rutina diaria casi sin notar que lo hago. Para perder el tiempo dando un ejemplo de como se presentan estos eventos, puedo mencionar lo que me pasó hace algunas semanas: Desperté tarde después de una borrachera un día entre semana, creo que era miércoles. Como es mi costumbre, lo primero que hice al levantarme fue ir al baño a revisar que tan mal se veía mi cara en el espejo. Después de inspeccionarme por un momento noté que en una pequeña área de mi cabeza, a unos cuantos centímetros de mi oreja, me había quedado calvo, y aunque dicha área era de un tamaño reducido (no mucho mayor a una moneda de 10 pesos), se notaba bastante incluso a varios metros de distancia. Duré más de un par de minutos examinándome la región afectada, un poco más sintiéndome inquieto y algo preocupado, y todo el día tocándome esa parte de mi cabeza donde, como ya dije antes, no tenía un solo pelo. Más tarde, y desde entonces, decidí empezar a usar un gorro de color marrón que ahora no me quito casi nunca, ni siquiera cuando me encuentro solo. Y así, como a muchas otras cosas, me acostumbré al hecho de forma casi automática.

Ese pinche botón debería dejar de existir. Al hecho de que esté ahí siempre, y siempre lo presione aunque no me beneficie al hacerlo y luego me arrepienta, no me puedo acostumbrar.


Tengo recuerdos un tanto borrosos de la noche previa al día en que empecé a usar gorro.


Es síntoma típico de una borrachera que se pierdan algunas memorias de lo ocurrido, y que entre más se aferre uno en recordar lo que pasó, más difícil se haga revivir dichas imágenes. En mi caso hay una variación: al día siguiente casi nunca pienso en los eventos de la noche anterior, pero esto no es a causa de una amnesia inducida por el alcohol, más bien, y por una razón que desconozco, los recuerdos me son molestos independientemente de lo ocurrido, y por ello me esfuerzo, casi siempre con éxito, en ahuyentar todas las memorias mediante varias técnicas que llevo algún tiempo perfeccionando. Aún así, libre de imágenes y de recuerdos, la sensación de seguir viviendo perpetuamente un instante congelado permanece latente. Después de algún tiempo las imágenes, ahora inconexas y vacuas, empiezan a acudir a mi. Enteramente libres de significado, se funden entre si, y empiezan a crear situaciones, que aunque yo sé irreales, añaden diversidad a mi manera de pensarme.

Hasta donde puedo recordar, aquella noche fue como muchas otras. Empezó y terminó con alcohol. En el trayecto intermedio hubo mucho de él. Y también algunas miradas que no duraron, como es costumbre, por mi culpa. No estoy seguro de donde empezó todo, debió ser en alguno de esos bares que yo y mis amigos frecuentamos de una manera tan constante que cualquier alusión a ellos pierde su relevancia. Lo que si acude a mi mente de una manera más vívida es la conciencia de nuestro destino siguiente, y aunque no estoy muy seguro de lo que se celebraba en aquella casa (debe haber sido alguna nimiedad), recuerdo haber platicado, o más bien haberme limitado a escuchar a quien, ahora que lo pienso, debe haber sido la anfitriona de aquella celebración. Tenía muy mal aliento y hablaba mucho y de una manera que me parecía muy ridícula. No entiendo como ella no se dió cuenta de que yo pensaba eso. O tal vez si lo hizo. Antes de que me fuera mencionó algo sobre vino tinto y sobre un sillón nuevo, sonaba bastante agitada y su manera de gesticular iba acorde con esa agitación. Ahora si estoy seguro de que ella era la anfitriona de la fiesta. También, y solo hasta ahora que lo pienso, creo que era yo el que tenía mal aliento, pero de eso no estoy tan seguro.

Salí de la casa precedido de mis amigos. Nos metimos cada quien en su carro (los cuales habíamos estacionado de una manera curiosa: estaban todos formando una fila que corría por el centro de la calle, dividiéndola en dos, y dejando a los lados, unos espacios minúsculos por los que ni siquiera un automóvil compacto hubiera podido pasar) y partimos formando una gran caravana de al menos 80 unidades que circulaban sin rumbo fijo. En verdad no recuerdo haber llegado en tantos vehículos, de hecho varios de nosotros no contamos con un uno, pero así fue como sucedió. Por alguna razón, y aunque, debido a la incongruencia que esto representa, me sienta un poco tonto mencionándolo, de aquí en delante las memorias se vuelven más claras y más confusas a la vez. Por un lado la nitidez y color de las imágenes aumentan tanto que se vuelven un poco molestas, y del otro, los eventos que se fueron desarrollando poseen poco o nada de sentido. En conjunto todo esto me desorienta bastante. Aún así, creo estar todavía en condición de seguir contando lo que pasó aquella noche.

Aún después de haber ingerido una cantidad importante de vino y vodka, mis reflejos y mi pericia al volante eran los de una persona perfectamente sobria. En tan solo un par de minutos (o lo que pareció un par de minutos), manejé un tramo de varias docenas de kilómetros y sin darme cuenta me encontraba ya en una ciudad vecina bastante alejada de donde yo vivo. Para ese entonces ya había perdido a todos mis amigos que venían, como ya dije antes, en sus carros, siguiéndome. No recuerdo con claridad en que momento la mujer de mal aliento se había introducido a mi carro (o a mis recuerdos), pero ahí venía (o viene en este momento?) ella en el asiento del copiloto, mirándome a mi y al camino intermitentemente, siendo ella misma, un ser intermitente. Para ese entonces ya estábamos ambos muy ebrios. Habíamos consumido entre dos y tres galones de vodka y una cantidad parecida de vino. Esto lo supe por las botellas vacías que rodaban por debajo de los asientos, haciendo un ruido muy irritante al chocar entre si. A pesar de nuestro estado, la mujer de mal aliento no pronunció una sola palabra en todo el camino. En vez de eso se limitaba a hacer gestos y a lanzarme miradas que, solo en aquel momento, yo comprendía bastante bien, que me transmitían no solo ideas, no solo sentimientos ni estados de ánimo, sino el origen de todos estos, y no solo el origen, sino también su trayectoria y su objetivo final. Era como si sus ojos fueran una extensión de mis propios ojos, su imagen me transportaba ante mi propia imagen, y con ello me decían quien era y que quería. Porque al mismo tiempo, y solo en aquel momento, yo era ella. Apenas ahora me doy cuenta de lo atractiva que es.

Decidí parar el carro enfrente de mi casa. Le dije a la mujer de mal aliento que tenía que descansar un poco, pero mis intenciones eran otras. Le hice saber que ahí podíamos seguir tomando si así lo deseaba, aún quedaban en el asiento trasero bastantes botellas de cabernet sauvignon, merlot y unas cuantas de ron cubano. Me acerqué un poco a ella para llenarle la copa, le rocé las manos al hacerlo. Le expliqué al oído que la calle de mi casa era, por lo regular, muy tranquila, y que el riesgo de que algún policía, o algún otra persona indeseable nos importunara, era mínimo. Apenas dije esto y fue ahora ella quien empezó, sin dejar de mirarme a los ojos fijamente, a derramar de manera deliberada el vino sobre el asiento de mi carro nuevo. Me enojé. La corrí. Afuera esperaban todos los invitados de su fiesta de cumpleaños que reían al verme agitado. "No te preocupes, todos los anfitriones somos iguales" dijo con una sonrisa mientras bajaba del carro.

Un momento por favor, tengo que presionar de nuevo el botón que dice "snooze" en mi despertador .

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